¿Está Dios también en India?

Por Samadhi Yaisha /una versión de este escrito fue publicada en el diario “El Nuevo Día” el domingo 9 de enero de 2011.
Smog sobre la ciudad de Puna, India

Miraba la nube de esmog flotando sobre la ciudad. La sentía como un fantasma colándose hacia mis pulmones y revolviéndome la cabeza. Aquella presencia humeante era la creación de miles de vehículos sin filtros en el tubo de escape que pululaban nerviosamente por las calles inacabadas de la ciudad de Puna, en el estado occidental de Maharashtra, India. Era domingo y había poco tráfico, pero de vez en cuando, algún taxi atravesaba la nube que se asabanaba sobre los edificios dejándole un hueco y una estela de brisa. Si la tarde era tranquila, el nubarrón gris y pardo se asentaba gradualmente sobre las estructuras, la gente y los vehículos. De ahí que la arquitectura pudiese apreciarse poco bajo la capa plomiza que se comía la pintura.

Yo había salido del San Juan agobiante para encontrarme una ciudad que era infatigablemente nervuda, como un cable pelado.

Pero nada detenía a los ciudadanos de vestir con algodón, brillos y seda; de azules, verdes y marrones luminosos, aunque su travesía fuese a pie y compartieran el medio de la calle con el resto del tráfico -que incluía a los perros, las cabras y las vacas- a falta de aceras exclusivas para peatones. El borde de la calle, aunque en muchas zonas bien construido y con barandillas, servía más bien de hogar para desamparados, era el territorio de pequeños puestos de revistas, comida, frutería y zapatería, y cuarto de baño para el ganado citadino. Era un contraste hermoso entre sí: ropas muy bellas ataviaban a los habitantes de una ciudad que ante mis ojos parecía pobre y desorganizada. Y era lo opuesto, también, al occidente que conocía: calles que aparentan estar más organizadas y terminadas, pero los caminantes se trajeaban con tela de mahón, sobriedad y menos destellos.

Cuarenta y ocho horas antes, me había despedido de mi papá con un desayuno en el aeropuerto de San Juan:

-¿Qué le dijiste a la gente de tu trabajo?- me preguntó haciendo círculos con el removedor en su café con leche “clarito”.

Se me atascó la garganta y mi mirada se perdió entre los pasos azarosos y las ruedas apresuradas de los pasajeros del aeropuerto. Estuve a punto de decirle la verdad: “Me dijeron que no regrese a las tareas administrativas”. Pero el corazón le puso freno a mis palabras:

– Que me iba de vacaciones.

Habían sido muchos cambios para él en pocos días. No merecía saber en ese momento que su hija se había sentido desplazada por personas que a quienes había amado tanto.

Miró su café fijamente, como buscando las palabras correctas, y luego hincó su mirada en mí:

-No te vayas con amarguras.

Posó su mano en su corazón.

-Vete con el corazón liviano. Cada vez que pienses en ellos, si vienen pensamientos difíciles, envíales buenas vibras.

Parecía que hablaba mi mamá a través de su voz. No necesité decirle nada más. En la puerta de embarque, lo abracé como no lo había abrazado nunca y le dije que lo amaba con todo mi ser.

En una escala breve en Nueva Jersey, recibí el siguiente correo electrónico de un servicio automatizado de pensamientos positivos diarios. Ya me estaba acostumbrando a las coincidencias, pero no dejaban de maravillarme: “Cuando una puerta se cierra, la fortuna usualmente te abrirá otra. Cuando vemos que se cierra un capítulo de nuestras vidas, lloramos esa pérdida. Dejamos algunos amigos atrás, y quizás familia también. Por cada amigo que se ha ido, tenemos la oportunidad de conocer muchos más. Agradece hoy tu nueva vida”.

En el avión de Nueva Jersey a Nueva Delhi, entre siesta y siesta de 13 horas de vuelo, escribí la primera columna “La burbuja que lo empezó todo”, 90 días después de haber comenzado la aventura de transformación. Salí viernes por la tarde de Puerto Rico y llegué sábado por la noche a India. Me despedí de mi compañera de asiento, una joven doctora estadounidense que continuaría hacia Nepal para hacer trabajo voluntario, y me adentré en el aeropuerto, recién terminado, pulido y alfombrado. Enormes

Esculturas de mudras en el aeropuerto de Nueva Delhi.

esculturas de manos indias que hacían gestos sagrados (mudras) recibían a los recién llegados justo donde había que ponchar el pasaporte. Debía esperar más de 12 horas por el avión hacia Puna, y aún no era tiempo de registrar las maletas. Me “emborullé” dentro de mi poncho mexicano, y tapé mis ojos con una venda.Voces indias, orientales y rusas me despertaban de manera intermitente; me sentía en territorio extraño. También me miraban con rareza, yo era una mujer que viajaba sola y se atrevía a dormir de aquella manera -con las maletas como cama reclinable- cuando el resto de los viajeros iba en grupos grandes o familia y tenían hombros para recostarse y descansar.

Llegué a Puna, me esperaba un transporte en el aeropuerto, un pequeño vehículo de dos puertas en el que atocigamos dos maletas enormes, una pequeña y una mochila. El exceso de equipaje no detuvo al conductor de guiar intrépidamente, muchas veces por el carril contrario de la estrecha vía si necesitaba pasarle a bicicletas, carretas, vacas y autorikshaws más lentos, apretando la bocina sin cesar para que los carros que iban en la dirección contraria se salieran del medio. Yo me agarraba del asiento y rezaba un Padre Nuestro. Varios días previos al despegue, había visto lo mismo en la película Eat, Pray and Love que fui a ver con una amiga, a quien le narré la coincidencia: cuando supe que viajaría a Oriente, en abril, planifiqué aterrizar en tres destinos distintos en el Mundo antes de regresar a la Isla. En la pantalla veía a otra mujer que lo había hecho primero; lo que me confirmó que mi búsqueda era la misma de mucha gente.

Llegué a la misión. Exhalé por fin. Allí estaban las columnas marmoleadas que sólo había visto en fotos, y el lugar sagrado de oración donde yacían las cenizas del primer gurú fundador. Una guía me estaba mostrando el sitio santo, me hablaba con dulzura y fervor de ese espacio en el que miles de devotos se hincaban o se sentaban a meditar en silencio. Estudié la gran estatua blanca de mirada noble y sonrisa bonachona que señalaba hacia el cielo, como diciendo que el camino no era a través de él, sino conectándose directamente con el Creador. La guía abrió la reja que nos separaba de la escultura, y nos quitamos los zapatos. Cuando puse mis pies en el suelo pulido de aquella capilla sin paredes, me abrazó la sensación veloz de que algo muy grande halaba toda mi ansiedad e incertidumbres hacia la tierra, devolviéndome una profunda y armoniosa paz. Mis ojos de asombro se fijaron en el suelo bajo mis pies y luego en la chica que me había llevado hasta allí, quien me observaba con ojos lagrimosos, sonriendo sin hablar, entendiendo mi pequeño despertar.

– Qué poderoso es este lugar… – le dije.

– Así es – me confirmó el brillo en sus ojos.

Los días siguientes fueron un reto de fe. Había pedido espacio en la cocina comunal para hacer mis propios alimentos, pues no consumía lo que estaba en el menú. Era una petición extraña para ellos y me tocaba expresarla con mucho tacto para evitar que pensaran que me desagradaba la gastronomía india. Intenté conectar en mi habitación una estufa de dos hornillas que llevaba en mi maleta, pero la diferencia en el voltaje hizo que comenzara a echar chispas. Debido a regulaciones para evitar el terrorismo, no era posible para un extranjero sin domicilio conseguir un teléfono celular; el cable de mi computadora se había quemado -también por la diferencia en el voltaje- y el botón de encendido de la máquina no funcionaba, así que no podía llamar a mi familia por Skype. No había teléfonos públicos funcionales en la zona, nadie sabía el número de la operadora para hacer una llamada con cargos revertidos y la llamada directa era sumamente cara. Me quedaba la telepatía, así que le empecé a enviar mensajes en mi cabeza a mi papá, con la esperanza de que su corazón supiera que yo estaba bien, en lo que podía enviar un correo electrónico.

Cuatro días de jet lag más tarde, con sueños a deshoras, soñando disparates y sin saber qué día de la semana era, me dieron mi primera asignación: escribir. Fue una sorpresa agradable, pero también un reto, porque no había escrito para nadie en inglés y no sabía si podría hacerlo bien. Imaginé que, siendo aquél lugar una misión que ayudaba incansablemente a la gente más pobre de Puna, necesitarían manos para dar comida, ropa y otras necesidades. Interesantemente, necesitaban manos que documentaran el trabajo que hacían allí de manera similar a como yo solía cubrir noticias cuando trabajaba en la calle. No había imaginado volverme a ver con libreta y bolígrafo, subrayando datos importantes y enlazando un artículo en mi cabeza antes de que floreciera, a través de mis dedos, en procesador de palabras.

Me monté en la pequeña camioneta con tres seguidores del gurú que me había acogido, y quien le daba la bienvenida a gente de todas las creencias. Conducía un musulmán, copilotaba un hindú y a mi lado iba una devota que hablaba inglés y me ayudaba con entender lo que ocurría.

Ese día todas las instituciones públicas y privadas cerrarían temprano debido a que un tribunal decidiría a qué facción -hindú o musulmana- pertenecía un pedazo de terreno sagrado en la ciudad de Ayodhya, en el estado norteño de Uttar Pradesh. Los hindúes creían que allí había nacido el dios Rama, y que había existido un templo hindú que los musulmanes destruyeron en el siglo 16 para construir la Mezquita de Babur. En 1992, hindúes fundamentalistas demolieron la mezquita. Había tensión por la decisión del panel de tres jueces. En Puna, todo el mundo debía estar en su casa a las 3:00 de la tarde. Estaba fresco aún el recuerdo de un bombazo que mató a 17 en una repostería en febrero de 2010.

– Temen que pongan una bomba en esta camioneta- me dijo mi compañera de viaje, y se me aflojaron las tripas. No sólo en aquel vehículo, sino en cualquier institución religiosa. Meses antes, el gobierno les había pedido que dejaran de repartir comida a diario a una fila de 400 personas en sus predios por las mismas razones. Era una actividad religiosa que llamaba mucho la atención. Lo habían resuelto llevando comida donde hacía falta.

Exhalé y repasé mi panorama. La cocina comunal era todo un reto. Necesitaba averiguar -a través del internet que no tenía- dónde había una tienda de Mac para conseguir un cable nuevo. No conocía a nadie que pudiese ayudarme a conseguir una tarjeta Sim que funcionara en mi celular, y veía pasar los días sin poder llamar a Puerto Rico. Debía entregar muy pronto la segunda de esta serie de columnas que estaba guardada en la computadora que no encendía. Ahora era pasajera en un vehículo que podía ser blanco de terroristas. En los 90 días anteriores al viaje, yo había logrado salir -con la ayuda de herramientas espirituales y agarrándome de Dios- de lugares emocionalmente muy dolorosos y oscuros. Ahora acudía al lugar sagrado de meditación donde la estatua del gurú apuntaba al cielo:

-Tú dices que la vía es conectarse directamente con Dios, ¿pero Él está realmente aquí en la India, o fue que lo dejé en Puerto Rico?

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